Si lo piensas un poco, toda pregunta es una respuesta, es una afirmación de algo que ciertamente no conoces, pero sabes que existe. Las preguntas llevan implícita su capacidad de ser repuestas. Es como cuando juegas a ser Cortázar, a escribir como él, vivir como él; en realidad lo que estás jugando es a no serlo porque todos somos Cortázar de alguna manera. Lo sabemos, es una situación tan evidente que tratamos de engañarnos, nos escondemos detrás de nuestras pestañas, fabricamos sonrisas que nos hagan ver menos intelectuales y hacemos amistades que nos alejen de la vida bohemia.
He discutido con algunos especialistas en el tema, pero sin importar los planteamientos, los resultados siempre son desalentadores. En realidad muy pocas personas han podido dejar de lado esta condición, inclusive las mentes más brillantes de mi generación (los niños, los párrocos, los ingenieros y los analfabetas) han sucumbido ante esta personalidad dislocada.
Por eso es inevitable no preguntarse todo el tiempo: ¿por qué Cortázar? ¿Por qué no Borges? Todo sería más fácil o ¿por qué que no Kafka? Todos serían felices, ¿ o por qué no Joyce o Rulfo o Neruda o Vallejo o Macedonio o Monterroso o Reyes o Whitman o Poe (bueno, Poe no, porque Poe era Cortázar, aun sin saberlo, aun cuando no existía en ese entonces)?
No importa cuanto lo piense, siempre regreso al punto inicial: ¿por qué? pues porque así tiene que ser, así siempre ha sido, yo soy Cortázar y tú y todos los demás. ¡Claro! esta situación ha sufrido sus variantes a lo largo de la historia, sería un loco si pensara que todos los hombres en el planeta han sido Cortázar, obviamente, en otras épocas los hombres eran otros, como en algún tiempo todos los hombres fueron Cervantes (inclusive Shakespeare lo era) o más atrás en una época dorada todos éramos Homero.
Si lo vemos en perspectiva no es tan desagradable, tiene sus ventajas ser un hombre alto, de buena educación, amante de los gatos y que arrastra las erres, lo único que tenemos que hacer para no sentirnos sepultados ante lo paradójico de esta vida, es ignorar a ese loco que está en su pequeño lote en Montparnasse riéndose de nosotros.